Yo no quiero decir nada, pero... el tiempo es la medida del cambio y me he dispuesto a controlarlo.
Disuadirme a mí misma del espejismo en el que estoy inmersa por defecto: la ilusión de que los momentos simplemente pasan y al hacerlo, se me escapan.
Doce horas tratando de no quedarme dormida, mientras contengo a mi perro nervioso en su primer viaje en avión.
Cinco minutos en el asiento delantero de un taxi esperando a que el degenerado del conductor termine de masturbarse, para salir de él a salvo y huir corriendo hacia mi casa.
Cuatro horas abrazándome a un extraño con la fuerza de un toro atravesando a su torero.
Lucrecia Martel explica el tiempo como el desfasaje entre el evento de un crimen y la llegada de los testigos al lugar. Una vez que el muerto ya está muerto y el asesino ya ha huído, la escena se llena de observadores. Quietos, inertes, mudos, inútiles y mirones. Ya no sirven para nada, pero vaya paradoja: unos minutos atrás habrían sido capaces de evitar una fatalidad atroz.
La primera vez que recuerdo haber tenido que prestarle atención al tiempo con seriedad fue durante una clase de revelado fotográfico. Emulsionar demás o de menos un negativo puede ser crucial pues el tiempo -en segundos- de contacto entre el soporte y el preparado químico influye directamente en el resultado de la imagen que se quiere obtener. Hasta ese momento, el tiempo era para mí a penas algo con lo que mi padre (coleccionista de relojes) estaba obsesionado, y punto.
Medir los eventos temporales en bloques de sesenta unidades es una convención que pretende amalgamar la experiencia temporal. A mis once años tuve por primera vez la sensación de que el tiempo pasaba “cada vez más rápido”, mis compañeras de escuela afirmaron sentir lo mismo: esa sensación de que la vida se nos filtraba por los dedos. Ok, quizás no lo planteamos con un tono así de poético, pero el sentimiento era compartido. Lo comenté con mi padre, quien me explicó que sentirse así era común, y también aprovechó para aconsejarme respecto de la repetición de una acción: es normal querer escuchar siempre la misma canción pero, para evitar aburrirme de ella, tenía que espaciar su consumo.
La repetición sucesiva de eventos idénticos hace que éstos pierdan su atractivo con anterioridad en la lógica temporal lineal (o sea, más rápido).
En el caso de repetir una canción hasta el hartazgo, como la Dulce de 11 años fanática de Roxette, ciertos componentes propios de la pieza determinarán su capacidad para resistir: en mi opinión éstos componentes serían su atemporalidad (una definición naturalmente cultural y subjetiva) y su calidad compositiva (si quieren debatimos sobre qué es realmente el arte). Pero hay otros factores que efectivamente influyen en el interés respecto de algo, y el principal es la repetición como método de desgaste, “Tanto va el cántaro a la fuente…”
Entonces, si la experiencia temporal está tan influenciada por factores como repetición y frecuencia, quedaría explicado por qué la vida rutinaria puede resultar tediosa. Vale aclarar que dicha experiencia no es idéntica para todos los individuos; en algunas personas la rutina llega a tener un efecto somnífero. En éstos casos la repetición como método de desgaste sirve para generar un efecto muy distinto a la pérdida de atractivo para volverse una herramienta capaz de difuminar el tedio de realizar tareas mecánicas y así disfrazar lo mortal de tolerable.
Otro método para convertir lo fatal en soportable es la toma de conciencia del momento presente (muy promocionado a través de técnicas como el Mindfulness). El tiempo, al igual que el dolor, es una experiencia puramente sensorial; es estrictamente personal y variable, por ende: candidato a ser controlable. Usando esta misma lógica, pienso que puedo lograr que ciertos eventos duren más tiempo. Ésto es, por supuesto, una ilusión, pero ¿qué no lo es? Ahí es dónde reside la clave: se trata de aprender a moldear la experiencia temporal para obtener lo que uno desea de ella. Asfaltar las avenidas que queremos transitar de prisa y obstaculizar los caminos que nos gustaría saborear, permaneciendo en el lugar tanto como se pueda, flotando en el volumen del espacio-tiempo.
Hace cuatro años dejé de usar despertador para aprender a amanecer con el sol. Cuando lo cuento la gente se suele horrorizar, principalmente, por la hora a la que sucede. A mí me horroriza que se espanten ante algo tan natural. Una de las cosas que más asco me dan en esta vida es el fanatismo por las horas, esos bloques estériles de pseudo-productividad. En mi trabajo a veces usan la hora hasta el último segundo, permanecen conectados como queriendo usufructuar cada uno de los minutitos que manotearon de las agendas de los demás asistentes, los muy cínicos incluso hacen chistes al respecto.
Durante mi adolescencia me conflictuaba mucho emocionalmente la idea del paso del tiempo: el dolor parecía durar por siempre y la felicidad era efímera. Con los años aprendí que el tiempo, indefectiblemente, pasa, tiene un carácter de escultor innegable. A fuerza de golpes y gritos comprobé decenas de veces que ya no había atajos para volver el tiempo hacia atrás o pausar. Ya había ofendido o herido y era muy tarde para pensarlo bien antes de actuar.
Al tiempo le viene dada por hermana la paciencia, esa que a veces me visita y otras me deserta. Cuando la tengo conmigo, me siento segura, feliz. Hace un tiempo decidí implementarla como criterio para conservar o quitar gente de mi vida. Si alguien no es capaz de esperar el tiempo que necesito para decir lo que estoy procesando, fuera. Qué impaciente de mi parte, lo siento. Lo prefiero así porque necesito de ese tiempo para no confundir, para no lastimar. Pero no necesito de ese tiempo de manera lineal, no sé si son treinta segundos o un año, puede ser cualquier punto entre ambas duraciones, pues no depende de un reloj sino de un estado gravitacional.
Pensar, para mí, es flotar en un éter de ideas y emociones, tratando de pescarlas y combinarlas hasta que cobran coherencia. En ese espacio no existe la temporalidad tal como la conocemos, no hay tal hilo conductor sino jalea: una sustancia pegajosa que nos sostiene inmersos a mí y a mis ideas, acercándonos y repeliéndonos mientras tratamos de “hacer sentido”. Quizás sea por eso que en mi trabajo siempre me resultó contra natura la idea de determinar plazos de entrega con fecha cierta, parecería que quienes los designan no tienen ni la más mínima pista de cómo es el proceso de pensar.
Ya de adulta, aprendí a conformarme con la idea de que los abrazos que eran capaces de suspenderme en el aire, duraran “muy poquito” en términos convencionales. Sin embargo, un encuentro de hace días atrás logró dejarme pendiendo mentalmente de ese momento. La materia que fuimos capaces de crear en ese instante todavía nos sostiene entre sus redes. Así es que, harta de sentir que se me escapan los momentos, me propuse disuadirme a mí misma del espejismo en el que estoy inmersa por defecto: la ilusión de que los momentos simplemente pasan y al hacerlo, se me escapan.
¿Cuánto dura la eternidad? - preguntó Alicia.
A veces, solo un segundo. - respondió el conejo.