Yo no quiero decir nada pero... los engañé.
La promesa de este newsletter mutó. En mi opinión, para mejor.
Nacido en plena pandemia y aún en Buenos Aires, este newsletter era mi medio para compartir data relativa a la cultura de internet y demás intereses colindantes. El rumbo de mi escritura fue cambiando y ahora, cuando retomo el hábito, lo hago desde un lugar muy íntimo, lo cual es paradójico dado que mis suscriptores son cada vez más, y cada vez más desconocidos. Espero que no les moleste.
Ser de Madrid,
al menos por un rato.
En Madrid está el Pavón, dónde cada viernes Pilar sonríe, pícara, al vernos llegar mientras va marchando 3 Fernets sin titubear. “Dos con coca zero y uno con coca normal”, repite de memoria.
En Madrid puedo hablar del suicidio como derecho humano sin que suene tanto a tabú. En Madrid puedo coquetear con chicos y chicas y explorar mi sexualidad sin que nadie se espante (mucho). Si bien en Buenos Aires no estaba presa, en Madrid sí que me siento libre. Libre a pesar de todo, pero libre incluso sabiendo que vivir acá depende de una visa de trabajo.
No solo soy de Madrid porque me sienta libre, también soy de Madrid porque soy de mi barrio, uno que empieza por el río y llega hasta pizza Posta, pasando por lo de Clari justo a mitad de camino. Soy de mi barrio porque se la llama La Latina, tal como lo soy yo. Soy de mi barrio porque acá trabaja Carlos, pero solo los miércoles y sábados, ya que el resto de los días trabaja por Malasaña, que no es mi barrio, pero es donde voy a Yoga. ¿Que quién es Carlos? El mozo del bar de abajo, que me recibe la correspondencia cuando no estoy y que me caga a pedos cuando llevo al perro sin correa. Pero Carlos es importante para mí no porque me reciba la correspondencia, sino porque es quien me dice lo que pocos se atreven: “con la cara de culo que llevas, si no te conociera te odiaría.”
Soy de mi barrio porque lo tiene todo: el atardecer sobre Segovia, los callejones y el adoquín. Guías turísticos que inventan cualquier cosa por una propina y un guitarrista que toca “Alfonsina y el mar” cada día sobre las 4 de la tarde. Tiene la casa de San Isidro que tiene el aljibe dentro del cual se cayó su hijo, dando lugar al principal milagro del patrono de Madrid. Tiene restaurantes deliciosos cuyo olor invade mi piso cada sábado y domingo al mediodía. Habría que hacer algo con esas campanas de ventilación.
Se lo voy a comentar a Carlos.
El ruido del molinillo de café de mi mamá.
Que es uno de los elementos más centrales de mi infancia.
Comprábamos los granos de café en el Café Martínez de la calle Talcahuano justo en frente a El Cuartito. Los molíamos en casa usando un molinillo eléctrico de la marca Termozeta, fundada en Milán en 1946.
Para explicarlo en términos de Saussure, este molinillo con el que mi mamá molía los granos de café representa una imagen emocional tan contundente para mí que no pude dejarlo atrás y me lo traje conmigo a España. También me traje la foto que me ayuda a explicar lo que les quiero contar.
Cada visita al Café Martínez me traía una nueva oportunidad para elegir un nombre distinto, era el juego que teníamos con la cajera del local.
– ¿Y vos cómo te llamás?
– Florencia.
– ¡Qué lindo nombre!
– Si, gracias.
Florencia es el único de los muchos nombres que recuerdo haber elegido, recuerdo también por qué me quería llamar Florencia. Florencia era una prima que -según mi tía Raquel- “se portaba muy bien”. Pero esa historia no viene al caso.
Una de las tragedias más grandes de mi primera infancia era el momento diario de irme a dormir al sótano. La soledad de ése ambiente húmedo y sin ventilación directa le daban el toque lúgubre. No era tan grave como suena, años más tarde elegiría ese mismo espacio de la casa como mi búnker personal. Lo mejor de mi personalidad se gestó en ese sótano. Pero teniendo 4 años, dormir allí significaba aislarme del resto de la casa y se sentía como estar en una cueva separada de mis papás.
Cada vez que mi mamá me llevaba a la cama, lo hacía entonando lo que acabo de descubrir no era una canción de cuna sino el jingle de un comercial de acolchados. A penas ella empezaba a cantar, yo rompía en llanto. Ese momento me generaba una angustia muy profunda, y recuerdo a mi mamá manteniendo la calma mientras me depositaba, suavemente, sobre la cama de dos plazas en la que dormía.
Estaba todo muy oscuro y yo no le veía bien la cara, entonces rellenaba esos vacíos de información con lo único que me salía imaginar: el rostro espeluznante de un monstruo. Ésa debe haber sido nuestra primera crisis, quien me dejaba en esa cama era, ante mis ojos, un ser maligno: mi mamá.
El punto es que el molinillo de café tenía un botoncito y un ruido únicos que hacían de él mi objeto más preciado. Como consecuencia me era de carácter vital ser yo y solamente yo quién lo accionara. Era mía esa tarea y no quería que nadie más la ejecutase. Mi mamá sabía bien que tenía que despertarme para moler el café. La única vez que lo pasó por alto, desaté la tercera guerra mundial en la pequeña cocina de nuestra casa de Uruguay 1042.
Fue a raíz de este vínculo platónico con el molinillo, que a mi papá se le ocurrió retratar los primeros rasgos de lo que luego sería mi personalidad:
– Lu, ¿por qué no la despertamos en el medio de la noche con el ruido del molinillo y le sacamos una foto?
– Jorge, qué malo sos… Bueno, ¡dale!
Hablando de locales con los que tengo un vínculo muy profundo, me acordé de donde comprábamos los ravioles, también sobre la calle Talcahuano, pegado a El Cuartito y en frente a Café Martínez. Ahí iba cada domingo con mi papá, la fábrica de pastas se llamaba Quiero más…! Podría dibujarles el logo de memoria. Antes de mudarme a España, pasé por el local para despedirme del maestro pastero, quien todavía se acordaba de mí y de que me regalaba un raviol “con forma de empanadita” mientras esperábamos nuestro pedido de siempre: 3 cajas de ravioles de ricota, y una bolsita de queso rallado. El pesto lo preparaba mi tía, Raquel.
El maestro pastero de la fábrica de pastas no me preguntaba mi nombre cada vez que iba. Pero tampoco me hacía llorar.
¡Qué de moda se puso el pádel!
Eso, che. Se puso de moda. En Buenos Aires hubo una época durante los 90 en la que toooodo el mundo jugaba al pádel, pero cuando digo “todo el mundo” en realidad hablo de gente +30, entonces me pregunto si es que entré en el loop del pádel por la edad, o es que volvió a ponerse de moda. Mis amigas niegan rotundamente que sea la edad, y dicen que simplemente se puso de moda, pero yo creo que ésa respuesta es vanidad pura y que el pádel es el deporte de la mediana edad y listo. Y está buenísimo.
Pero de lo que quiero hablar no es de modas sino de la importancia del deporte entre amigos. Sin romper nada, nos juntamos una o dos veces por semana a divertirnos y hacer un deporte, es todo ganancia. Si no fuera por el pádel, ¿qué estaríamos haciendo? ¿Nos veríamos tan seguido? Tratándose de una generación que se junta a rendirle culto al ferné y la milanga… nada mal, pádel, nada mal.
Otra cosa que volvió a ponerse muy de moda son las cámaras analógicas. Diecinueve euros un rollo de Portra 400, estamos todos locos, yo la primera por pagarlo. Ya hace varios años que junto las que más me gustan acá, si no las vieron ya, pasen a mirarlas, que no serán las fotos del siglo pero a mi me llenan de orgullo, y por eso las comparto.
También pensaba en que la magia de escribir bien consiste en lograr atrapar al lector de forma tal que éste, casi imperceptiblemente, termine tocando un link al portfolio de fotos de una piba que se suponía que te iba a hablar de pádel. Qué loco, ¿no? Y eso que para esto no me pagan. En fin.
La anticipación.
Lo opuesto a la ansiedad es la anticipación, esa sensación linda de adrenalina previa a que te pase algo que esperás mucho, algo a lo que le tenés fe. El peso de esa próxima verdad que se está por descubrir puede agobiarnos y desesperarnos, pero la promesa de que pueda traer cosas buenas hace que la espera sea dulce. Hay algo en ésa sensación que me recuerda a cuando jugaba al hockey sobre hielo y me dirigía a toda velocidad contra un otro a robarle lo que consideraba mío y seguir driblando con ese mismo envión. Lo mismo siento en el mar cuando agarro una ola con la tabla, y también cuando esa ola me explota delante de la cara. No puedo evitar soltar una carcajada. Es un microsegundo en el que todo cambia.
Algo parecido siento cuando le quiero mostrar mis canciones preferidas a alguien y me esmero en seleccionar bien para no malgastar la oportunidad. Así que no me voy a despedir sin dejarles la que es para mi la canción más romántica de la música argentina y que me gustaría que, ya que llegaron hasta acá, la escuchen mientras terminan de leer.
Hasta la próxima, babies!
Cuando logro escribirles, es porque sucedieron muchas cosas en mi vida a nivel personal (íntimo, diría). Este newsletter solo es enviado un día que viene después de muchos días buenos, y es escrito casi de madrugada, mientras tomo mate.
A pesar del runrún constante en mi cabeza, no siempre tengo mucho que decir. Por eso considero que es bueno dosificar las entregas en función de esa erupción de mi discurso interior que dice “abran paso” y entonces, sólo entonces, escribirles.
De paso, le hago honor al nombre del newsletter.