Yo no quiero decir nada, pero... mentir es morir un poco.
Mentir consiste en componer ficciones posibles. En sazonar lo ocurrido. En disimular o faltar a la verdad. Y faltar a la verdad, es morir un poco.
Reducir la mentira a la simple omisión de un hecho o catalogarla como ‘crimen inocente’ solo es posible en las mentes de quienes rara vez se detienen a reflexionar acerca de sus intenciones al actuar. La mentira y la inercia se asocian para este fin.
Para entender la raíz de una mentira es necesario hurgar en la conciencia y reconocer los propios patrones y miserias. Nadie miente sin más; la acción de mentir esconde una intención profundamente arraigada en el individuo mentiroso: el deseo de vivir de un manera distinta a la actual.
Contrario a lo que se buscaría -una nueva vida- el hecho de mentir no fabrica una realidad como resultado, más bien anula la que se tiene. La mentira logra pausar, por un instante breve, la verdadera identidad de su ejecutor. El mentiroso acciona una táctica que, como por arte de magia, logra borrarlo de la escena durante el tiempo que sobreviva encendida el aura de su invento. Así como el piloto automático le permite al conductor evadir por un rato su responsabilidad de capitán, la mentira genera espacios para que la verdadera identidad del individuo mentiroso se ausente del set sin cortar la escena.
En el cuento infantil ‘Pinocchio’ la mentira se hace evidente, obligando a su protagonista a abandonar el hábito y así sobrevivir como un niño de verdad.
A la mentira le gusta vestirse de estrategia de supervivencia y, al igual que sucede con la falacia, su táctica consiste en recrear las formas de la verdad para engañar al distraído, al poco intuitivo, al desinformado. Rellena, con ayuda de eventos inexistentes, espacios que deberían ser ocupados por aquello que es cierto, lo que efectivamente forma parte de la realidad.
Todo lo simbólico es mentira y la construcción retórica, una trampa. Pero ¿cómo es que se cae en una trampa? Todo dispositivo o artificio tramposo depende de la participación activa de la víctima. Se trata de un acto de engaño y complicidad: nadie que esté quieto cae en una trampa. Entonces, ¿quién es el que cae en dicha emboscada, el mentiroso o el engañado?
A esta altura me parece importante revisar mi propuesta: cuando me refiero a la víctima de la mentira no hablo de otro más que del individuo que la encarna; poco me importa para este análisis el rol de los engañados -que también son víctimas, en su medida, claro-.
No importa su tamaño, la razón fundamental de cualquier mentira estará siempre relacionada con la porción de realidad que se debe reemplazar, ocultar o disimular. En casos como los de patriarcas que mantienen dos familias en paralelo, el fin no consiste en ocultar a una familia de la otra sino más bien en eclipsar algún drama personal tan infinitamente profundo que resultaría imposible de resolver en el corto plazo y, como paradójica consecuencia, desemboca en una ejecución colosal capaz de ocultar el verdadero motivo detrás de semejante invención.
Pero yendo a eventos más cercanos a cualquiera de nosotros, más cotidianos, me pregunto ¿para qué mentimos? No pregunto por qué (el porqué ya lo improvisé brevemente en el párrafo anterior) sino para qué. Si el impulso surge desde las profundidades, ¿cómo es que no accionamos un mecanismo interruptor antes de que la mentira llegue a la superficie? El mentiroso promedio suele hacerlo por impulso -o inercia, como dije antes- por pereza o comodidad.
- ¿Cómo estás?
- Todo bien.
Entre los distintos niveles de mentiras disponibles, las que me llaman la atención con profundidad son aquellas que atentan contra las relaciones más íntimas de confianza: las mentiras entre parejas, entre padres e hijos. También las que atentan contra la confianza en el entorno laboral. Una supondría que son ésos los vínculos en los que la verdad debiera primar ante toda fuerza. Sin embargo, son nuestros padres, nuestras parejas y nuestros jefes, las personas a las que mejor sabemos mentirles. Usamos la información que nos regalan respecto de sus configuraciones para elucubrar tácticas de evasión y disimulo, sin pudor, sin titubeo, sin vergüenza.
El origen de este comportamiento -en su mayoría, inevitable- surge, creo yo, de lo que propongo en este escrito: no podemos soportar aceptar quiénes somos, debemos mentir. No podemos soportar haber sido infieles, haber copiado en el examen, haber bebido hasta olvidar la hora, y haber procrastinado más de lo saludable. No podemos soportar no ser quién prometió lealtad, no soportamos defraudar a las autoridades. No somos capaces de decir a viva voz: “cambié de planes, al final sí quería tener sexo con alguien más”, o “esta presentación me parece una reverenda mierda, no entiendo por qué me pediste que la haga, solo logré empezarla ayer, así que esto es lo que pude armar.”
¿Viviríamos mejor si tuviésemos el coraje de no mentir jamás? Dice Ricky Gervais que si. O al menos eso creo, si alguien interpretó la película de otra manera, me avisa. Lo que la premisa de este film plantea coincide con mi propuesta: mentir solo es posible si traicionamos la confianza de alguien más. La acción consiste siempre, y si o si, en eso. No existe tal cosa como una mentira piadosa que justifique su existencia. Las mentiras, con el fin que sea, siempre se basan en tomar la confianza de un tercero y traicionarla.
Lejos de juzgar a los mentirosos, lo que quiero es insistir en la importancia de ser capaces de decirnos la verdad. ¿Por qué no podemos? ¿Por qué nuestra incapacidad por resolver quiénes somos expone a nuestros seres queridos a sentirse idiotas?
Ahora sí, hablemos de aquél a quien se miente. La frase “you made a fool of me” define a la perfección lo que siente quién fue engañado. Que nos mientan también impacta en nuestro ego. Le dimos luz verde a alguien íntimo para que haga con nosotros lo que quiera, y usó ese semáforo en nuestra contra. Vaya traición. El traicionado se siente un estúpido, difícilmente puede reflexionar racionalmente y pensar sobre el malhechor “pobre idiota, me mintió”. Más bien piensa “soy idiota, cómo pude confiar en él?” Lo que nos duele es haber confiado, haber arriesgado con el corazón.
Al igual que en la película, el mentiroso que sale airoso vuelve a intentarlo una y otra vez, va midiendo sus límites y capacidades. El mentiroso también mide a su audiencia: logró engañar a sus padres con una mala nota, lo siguiente será decir que le mide 20cm. Como contrapartida, el público también se va cerrando cada vez más a ofrecer su confianza cual vecinos de Pedrito y el lobo. Nos vamos amurallando como sociedad y como individuos, llegamos a niveles absurdos de ocultamiento. Atrapados en una danza tramposa constante, casi nadie muestra quién es realmente por miedo a que esa información se use en nuestra contra, pasando de posibles víctimas a victimarios, ad infinitum.
Si llegaste hasta acá, te toca reflexionar acerca de lo siguiente:
¿Sabés por qué mentís? ¿Te gustaría dejar de hacerlo?
Como este envío se trata de la verdad, o mejor dicho de no mentir, voy a ser honesta: me tomé dos meses para escribir estas líneas. No fueron 60 días de corrido, pero la ventana en la que se circunscribió la hechura duró eso, dos meses. No lo mando hoy porque sienta que está terminado, lo hago porque no soporto seguir teniéndolo pendiente. Si algo me caracteriza es intentar decir la verdad siempre, así duela, incomode o suene mal. Y escucharla también me viene bien, así que sentite libre de decirme lo que quieras: desde que abandono a mis lectores (J.M. ya te siento) hasta que abuso del uso de los dos puntos y escribo como el culo. Sea cuál sea el feedback, me pondrá en movimiento, y eso está bien siempre.
Hasta la próxima, babies! (que vaya una a saber cuándo es).
Excelente reflexión! Coincido 100%